sobre despedidas sordas

Aún que me pongas en tu nido de flores, infinitos metros arriba del nivel del mar, por donde operan los astros con su misteriosa voluntad. Que me vuelvas una estatua hecha de la más blanca de las estrellas, con anillos de tus colores favoritos circulando uno y dos y cuatro elipses a mi alrededor. Aún que aquietes mi mirada con dos hoyos negros que te absorban cuando los miras y coloques cada hebra de mi cabello en la posición exacta que te aligere la sangre y se te desborde en cada pulsación; Cuando me trates de tocar estaré fría, y estaré hecha de recortes de tu piel y tu cabello negro, vulgar. Con hilos de tus venas que cosiste para unir mis manos inmóviles y sin vida, mis labios imbesables serán un pedazo de tus uñas muertas que te invadirán la garganta y te harán retroceder en un cruel recordatorio de que estoy metros y metros de lejos en dónde me duelen los pies y no tienes la menor idea de la más reciente complicación de hilos yuxtapuestos que hice con esas manos tan grandes que tengo, de la temperatura exacta de mis labios ni de la manera que tengo el pelo acomodado en un peinado que no se queda quieto nunca. Podrás quizá intentar seguirme, subir peldaños y peldaños de escaleras que yo inventé para no dejar rastro, buscarme en esquinas solitarias donde antes hubiera estado sentada esperándote. Podrás quizá pasar horas tratando de armar otra vez esa estatua con hilo agujas uniéndola con gotas de sangre tuya de esa herida que no tarda en cicatrizar, no tarda en cicatrizar pero nunca se cierra. Podrás incluso quedarte sentado mirando hilos y venas y sangre que se parece a mí, quizá besar labios de uñas y algodón y abrazar almohadas por la noche viendo las estrellas. Pero yo me llevé la brújula de mis lunares y tu morirás sin haber sentido otra vez el sonido exacto de mi piel, la tersura necia de mi voz, perdido en un momento que nunca vas a olvidar.