martes, 4 de agosto de 2009

El olvido

-Me llamo Mariana –dijo ella, con una sonrisa brillante, hermosa.
-Yo soy Julián –le contesté también con una sonrisa, encantado de haberla encontrado.
Mariana era muy hermosa, tenía los ojos verdes y el cabello largo y negro, una combinación bastante peculiar. El día que la conocí (que fue también el día en que me despedí de ella) vestía pantalón de mezclilla negro, una blusa a cuadros roja y tenis negros. Me parecía muy peculiar, pues a pesar de estar rodeados de gente que vestía más o menos igual ella parecía destacarse, aunque tal vez solo yo pudiera notarlo. Estaba ahí sólo para mí, y me gustaba. Ella estaba sentada en una banca de la plaza principal escuchando la música, y se veía seria, como si no lo estuviera disfrutando, no aplaudía al terminar las canciones. Sólo cuando el grupo terminó de tocar aplaudió y se levantó para acercarse al vocalista. Yo sentí que la iba a perder así que me levanté y fui tras de ella, y apenas alcancé a escuchar su conversación:
-… y así, ése es el tipo de música que yo escucho –le decía al vocalista, que se llamaba Josué. Lo sé porque Josué era mi amigo.
-Ah vaya, sí más o menos ése es el género que tocamos, ¿no nos habías escuchado antes?
-Pues no, es que acabo de llegar a la ciudad.
-¿En serio? ¿Y a qué vienes?
-A estudiar y a trabajar, aunque no estoy segura de que sea en ese orden.
Ellos se rieron, y Josué se percató de mi presencia, así que nos presentó. Ella Mariana, yo Julián.
-Aunque, debo confesarte –me dijo Mariana-, soy pésima para los nombres. Probablemente en cinco minutos debas recordarme de nuevo como te llamas.
-No te preocupes –le contesté-. Soy del mismo problema.
Y era verdad, ¿cómo se llamaba aquélla muchacha que había conocido en un bar?...
Nos quedamos platicando un buen rato, hasta que Mariana dijo que se tenía que ir. Le pedí el número de su celular, y la invité a salir. Quería que conociera mi hogar.
-Hoy en la noche mis amigos van a hacer una fiesta, ¿quieres ir?
-Pues, depende, ¿a qué hora y en dónde?
-Empieza como a las diez, y es por el parque Negro. Si quieres puedo pasar por ti.
-No, mejor nos vemos en el parque y de ahí nos vamos.
Tomé su negativa como una señal de que se daba cuenta de mis intenciones, pero al verla a los ojos me di cuenta de que estaba radiante y tranquila. No podía saberlo, de ninguna manera. Y sin embargo, su mirada era igual a la de aquélla muchacha cuyo nombre no podía recordar. Simplemente así me pasaba siempre, conocía a una nueva mujer y de inmediato olvidaba el nombre de la anterior.
Así que al cuarto a las diez me dirigí al parque, y ahí estaba, había llegado temprano también. Iba de negro, blusa de manga corta y falda larga, y unas sandalias de cuero negro cubrían sus pequeños y delicados pies. Qué hermosa se veía, balanceándose en un columpio, sola en medio del oscuro parque, como una niña perdida. Tenía tantas ganas de besarla, pero ya habría tiempo de sobra para ello.
-Hola –le dije-, ¿llevas mucho tiempo aquí?
-No –me contestó-. Llegué a las nueve y media, y me puse a caminar por el parque. No lo conocía. Y está muy bonito, más ahorita que no hay gente ni niños gritando ni vendedores, nada.
-¿Te gusta la soledad?
-Mucho. Así es mi vida y la disfruto de esa manera.
-Entonces tal vez no te interese ni la fiesta ni ser mi amiga.
-Oh no, eso no tiene nada que ver –dijo ella, con sobresalto-. Si no tuviera interés, no estaría aquí.
Ella me miró con esos ojos tan inquietos que me habían cautivado y empezamos a caminar. Tardamos diez minutos en llegar a la casa donde seria la fiesta, la cual ya tenía bastante gente y ambiente. Muchos bebían y platicaban en el patio, por el calor y por la inminente lluvia que no se querían perder. Empecé a platicar con varios amigos y a presentarles a Mariana. Ellos apenas si le ponían atención, aunque cuando empezó a platicarles de su ciudad y sus costumbres se ganó la atención de muchos. Y es que era tan hermosa, yo no podía dejar de mirarla.
Había pasado una hora desde que habíamos llegado y entonces comenzó a llover. Yo traté de llevarla adentro, pero ella se quedó en donde estaba, mirándome fijamente y negando con su cabeza. Entonces se soltó el cabello, que llevaba recogido en una coleta, y empezó a bailar bajo la lluvia. Era un espectáculo maravilloso, verla danzar mientras sus cabellos como serpientes negras brincaban sobre su espalda, la música que producía su risa al aterrizar en cada salto sobre el pasto húmedo, sus senos que empezaban a notarse bajo su blusa mojada. Varios se le unieron, y bailaban como locos, ya borrachos o drogados. Sólo ella era natural y bella. Lástima que las cosas bellas nunca duren tanto.
Ella me miró y se acercó hacia mí, y jalándome por los brazos me llevó hasta el patio, donde la lluvia estaba en pleno esplendor. Bailamos un rato, hasta que ella dijo: “Ya me voy, si no me voy a cambiar rápido voy a pescar un resfriado”. Yo no lo pensé dos veces: “Te acompaño”, le dije.
Salimos de la fiesta sin despedirnos de nadie, y efectivamente, Mariana comenzó a estornudar. Me quité mi suéter, que aún no estaba muy húmedo, y ella sonriendo me dio las gracias.
-¿Y por dónde vives? –le pregunté.
-Rumbo al palacio de gobierno, ¿y tú?
-Unas seis cuadras más arriba.
-Pero arriba, arriba, ¿verdad? –preguntó, pues las calles de la ciudad eran todas empinadas.
-Sí, arriba, arriba.
Cuando llegamos a la catedral, la lluvia ya se había detenido; le pregunté si no quería un té o un café, ella dijo que sí. Subimos una calle, y pasamos por mi verdadero hogar, sólo que ella aún no lo sabía. Nos tomamos un té, y vi que ella bostezaba. Le pregunté si ya se quería ir a su casa y me dijo que sí y caminamos de nuevo por esa calle donde estaba la casa abandonada, llena de musgo.
-Siempre he querido entrar ahí –dijo ella, señalando la pared musgosa y las ventanas cerradas con madera.
-¿En esa casa? –le pregunté, sin poder creer mi suerte.
-Ajá. ¿Qué habría allí, cómo fue la gente que vivió en ella? –Mariana rió regalándome esa fresca y musical estridencia que salía de su garganta-. Haz de pensar que estoy loca, ¿verdad? Metiéndome en casas abandonadas y todo eso.
-No, para nada. Sólo que yo tengo algo que te sorprendería.
-¿Qué cosa?
-La llave de esa casa.
Ella me miró abriendo mucho sus verdes ojos, y contestó con incredulidad: “No te creo”.
-Es en serio –le dije mientras sacaba un manojo de llaves viejas y se lo mostraba-. Aquí están todas las llaves de esa casa.
Entonces, con una mezcla de diversión y desafío, me dijo: “Entonces entremos”.
Más le valía no haberlo hecho.
Entramos, y ella dijo: “Huele como a muerto”. Yo le contesté, “Es la humedad”.
-No, no, pero es que es como que un olor diferente, como a carne descompuesta.
-¿Y tú como sabes a qué huele un muerto?
-¿Qué nunca te ha tocado oler a un animal muerto en la calle o en la carretera? Un gato, un perro, qué se yo. Alguna de esas cosas.
-Pues no, realmente no.
-Qué afortunado eres.
Mariana caminaba de aquí para allá, viendo los podridos restos de los muebles, saltando de vez en cuando al ver pasar ratones, que sentían las pisadas y corrían a lugares más seguros. Afuera comenzó a llover de nuevo, y con más intensidad. Mariana volteó hacia una ventana, aunque no pudo ver la calle, pues estaba cerrada con maderas.
-Creo que no podremos salir pronto –me dijo.
-Creo –le contesté.
Ella se fijó en las escaleras y preguntó: “¿Crees que sean seguras?”. Yo asentí con la cabeza, y subimos. Ella empezó a explorar los tres cuartos que había en la segunda planta, y al llegar al tercero gritó: “¡Julián, ven a ver esto!”. Haciendo acoplo de toda mi valentía la seguí, inseguro de lo que ella hubiera encontrado. Nada, en realidad, sólo el cuarto, con una cama y un ropero, viejos ambos, aunque en buen estado. Supongo eso fue lo que la asombró.
-Mira, es como si alguien aún viviera aquí –dijo, haciendo exactamente la misma observación que aquella muchacha cuyo nombre no podía recordar.
-Yo vivo aquí –le dije, igual que a aquélla.
-¿Es en serio?
“No te creo nada, no tienes pinta de indigente o pordiosero” me había dicho la otra muchacha.
-Pues no, realmente no –le contesté a ambas, sólo que Mariana no estaba consciente de ello.
-Ya lo sabía –dijo ella, sonriendo.
“¿Ya lo ves? Eres un maldito mentiroso, como todos”, dijo ella. Ahora que lo pienso, tenía un nombre como de ciudad, o de país.
Mariana se sentó en la cama, y empezó a observar tras las raídas cortinas de la ventana. Desde ahí podía ver el patio, lleno de cacharros y hierbas.
-Este sería un hermoso lugar para vivir, si lo pudieras arreglar.
-Pero sería difícil, con todo el musgo de la entrada. Esas cosas ya no se curan.
“Estas cosas ya no se curan”, me dijo ¿Grecia?, ¿Argentina? (aún no podía recordar bien su nombre) mientras me mostraba unas cicatrices que aún no cerraban bien y que surcaban sus brazos. “Aunque quisiera, estas cosas nunca se curan. No se cierran. Es parte de mí, por mi enfermedad”.
-Eso sí –me dijo Mariana, sacándome de mis pensamientos.
-¿Sí qué? –le pregunté, ya olvidando nuestra conversación.
-Eso, del musgo. No creo que se pueda quitar tan fácil de las paredes.
-Mi madre piensa que deberíamos venderla, pero yo no quiero. Es mía, mi padre me la regaló antes de morir.
-Cuánto lo siento –dijo Mariana-. ¿Murió hace poco?
-No, murió hace diez años. Yo entonces tenía doce.
-Yo iría a cumplir nueve, entonces.
-Sí, pero de igual manera, esta casa ya llevaba mucho tiempo abandonada. Él tampoco se decidía a venderla o tirarla. Por eso antes de morir me dio personalmente las llaves, y yo empecé a transformarla en mi refugio. Aquí es donde me escondo del mundo.
-Qué maravilloso poder tener un lugar así.
“Supongo que aquí es a donde traes a todas tus mujeres, ¿no? Más barato que un hotel”, me dijo, digamos Venecia. Ella estaba muy borracha ese día, tal vez por eso no recuerdo bien su nombre. Ella vestía un pantalón negro de cuero, una blusa roja que en lugar de botones tenía listones, lo que hacía que no dejara casi nada a la imaginación. En realidad, no sé porque la escogí a ella. Hace ya tres meses de eso y aún no logro entenderlo. Mariana en cambio era todo lo contrario, limpia y fresca como una mañana de abril, hermosa y cautivadora. Empezaba a lamentar haberla llevado ahí, pero es que la quería conmigo, y la quería para siempre.
-¿Qué me ves? –preguntó Mariana, de nuevo rescatándome del pasado.
-Nada, realmente. Te pareces mucho a alguien –le mentí, aunque en realidad en nada se parecía a Digamos Venecia.
-Ah vaya. Y dime, ¿por qué tienes sábanas limpias?
-Porque tienes suerte.
-¿Suerte? –preguntó, empezando a mostrar preocupación en sus ojos.
-Sí, porque las cambio cada dos semanas, y hoy fue el día en que lo hice.
-¿Antes o después de conocerme?
-¿Por qué preguntas eso? Lo hice en la mañana.
-Lo siento, es que todo parece tan… planeado, o no sé cómo decirlo. Como si tú hubieras planeado traerme aquí.
-Tal vez, tal vez no. Tal vez sólo quería estar a solas contigo, para escucharte sin más fondo que la música de la lluvia al caer, y sin más distracción que la de ver tus hermosos ojos brillar solo para mí.
Mariana se levantó sonriendo, y me abrazó. “Qué cosas tan dulces dices”.
“¿Qué porquería cursi es esa? Mejor dime que te quieres acostar conmigo y ya”, me dijo riendo Digamos Venecia, y empezó a desnudarse. Yo no esperaba más de ella, así que la imité y comenzamos a tener sexo. Yo sólo pensaba, ¿por qué tiene que hacer las cosas tan difíciles?, mientras ella me acariciaba bruscamente, y es que estaba muy borracha.
Mariana en cambio me tomó de la mano y me acercó a la cama. Yo me senté y ella se recargó en mis piernas, sobre la cama. Yo me dediqué a acariciar su hermoso cabello, y a oler su perfume. Ella pareció escucharme respirar, porque dijo: “Es madreselva y jazmín. Lo hice yo misma”. “Es maravilloso, igual que tú”, le susurré. Empecé a besar su cuello, y ella apenas si se reía, estremeciéndose. “Me haces cosquillas”.
-Hay algo que quisiera regalarte –le dije. Me levanté y abrí el ropero, apenas lo suficiente para poder mi mano y estirar el listón del cuello de Digamos Venecia, lo suficiente para que Mariana no pudiera ver el cadáver medio envuelto. Volví a sentarme y ella se recostó de nuevo sobre mis piernas, apenas levantando el cuello para que le pusiera el collar. Un listón rosado con un cuarzo del mismo color. “Era de mi madre, de mi verdadera madre”, le dije a Mariana. Ella era la primera a la que le decía la verdad, la primera que se lo merecía. “Yo nací aquí en este cuarto, ella murió al darme a luz. Mi padre se casó de nuevo inmediatamente después de su funeral. Él no sabía como cuidar de un niño pequeño así que se consiguió otra mujer que se hiciera cargo. Otra. Al enterarme, mi enojo fue enorme. Él no tenía derecho a privarme del recuerdo de mi madre. A esa mujer le quité su collar, a él las llaves de la casa, la de mi madre”.
Mariana quería voltear, pero no podía. La había tumbado de espaldas y apretaba cada vez con más fuerza el listón, montado sobre ella. “¿Te he dicho ya que soy malo con los nombres? No he podido recordar el nombre de mi madre. Por eso traigo tantas mujeres aquí, para ver si alguna se llama como ella, para ver si así la puedo recordar aunque sea un poco”. Mariana jadeaba y forcejeaba, pero no hacía un verdadero intento por defenderse, sabía que no podía ganar. Me gustaba por eso, era tan dócil y tranquila. No como Venecia, creo, que gritaba y pataleaba, y es que era más difícil contenerla si estaba desnuda y sudorosa. “¡Maldito psicópata, déjame en paz!” gritaba entrecortadamente, pero tampoco podía ganar. Al final tampoco ganó.
Mariana poco a poco dejó de moverse, apenas suspirando. Yo la volteé y miré sus ojos, ya vidriosos y sin expresión, pero bellos todavía. Me seguía recordando a alguien, pero ya no a ella. “Marsella”, dije en un resuello, y después solté una carcajada en señal de triunfo y me bajé de la cama para abrir el ropero. En él se encontraba el cuerpo en descomposición de Marsella, ya casi irreconocible el rostro, las ropas y la sábana (que precisamente había quitado esa mañana) manchadas por los jugos que escurrían por su putrefacto cuerpo. Ni siquiera sentí asco cuando levanté el cuerpo y lo tiré por la ventana, en donde le haría compañía a otras mujeres cuyo nombre, una vez advertido no era el que buscaba, no me tomaba la molestia en recordar. Ahora, ¿qué haría con ella, con la mujer que miraba y no el techo, esa que estaba recostada sobre mi cama? ¿Cómo se llamaba…?


Bendito olvido, ¿no?

4 comentarios:

Ángel L. M. dijo...

está con madre!
los detalles me encantaron x)

Alejandra Arévalo dijo...

la mató :(

Tiban dijo...

aw:(

Memorias Educadas dijo...

Se murió, más sencillo.

Es bien bonito Xalapa, si vinieran también se la pasarían escribiendo.