viernes, 5 de septiembre de 2008

Anoche

Anoche, mientras dormías, espié tu habitación.
Encontré debajo de tu cama un montón de revistas viejas que guardas por si algún día quieres sentirte niña de nuevo. En el ropero, bajo los vestidos que cuelgan sin hermosura (esa hermosura que los acompaña cuando los usas), estaban unas bolitas de naftalina disfrazadas de muñequitos de colores que se toman de la mano.
En el cajón superior que está junto a tu cama, todos tus productos de belleza que por más que insistí nunca dejaste de utilizar, no has entendido que ellos no logran hacer la diferencia con tu rostro, porque todo su esplendor está en tus ojos y tus labios, que no necesitan ningún tipo de ayuda para resplandecer, eres hermosa. Junto a ellos están tus alhajas, aquellas que te regale por tu cumpleaños, por nuestros aniversarios, por una simple sonrisa, o para remediar el enojo surgido de aquellas peleas que comenzábamos sin fundamentos y que, hasta ahora, creo que iniciabas con el único fin de que te contentara con un nuevo regalo.
En el cajón de en medio, toda tu ropa, comenzando arriba por tus medias y demás ropa interior, esa con la que jugábamos a quitártela en la oscuridad como escondiéndonos de nuestras propias miradas.
En el de abajo, encontré una cajita cerrada con candado, y un par de llaves al lado, como si ya no importase que alguien lo abriera. Abrí la caja y encontré dentro de ella todos los poemas que te escribí, todas las cartas que te regalé, los dibujos que hicimos con acuarelas mientras desayunábamos jugo y frutas, creyéndonos artistas, intentando dibujarnos el uno al otro y terminando siempre, inevitablemente, con un corazón de múltiples colores que al final, nunca fue tan estético como divertido. No importaba qué estuviera en esa caja, todo hablaba de mí. Eran recuerdos, secretos, momentos de nuestra existencia que quedaron en el pasado.
Al final, después de llorar junto a esa cajita plateada de madera, con nuestros nombres y un corazón atravesado por una flecha grabados al fondo, revisé tu cama. Entre tus sábanas dormías tranquilamente, te veías hermosa como siempre, con tus lindos ojos cerrados como haciendo una oración. Tus labios rosas entreabiertos, balbuceando mi nombre entre sueños, parecían pedirme un beso que en otras circunstancias me hubiera sido imposible negarnos.
Eras un ángel. Quisiera haber estado ahí contigo, seguir abrazándote por las noches, por las mañanas, durante nuestros juegos vespertinos. Quisiera que no hubiera ocurrido lo que ocurrió, que todo fuera distinto. Pero no tenemos el poder de regresar el tiempo, ni de volver a la vida.
Eras un ángel, y te amo más que a la vida misma. Por eso mientras te observo, no le pido a Dios que me la devuelva, sino que me deje seguir observándote mientras duermes, por toda la eternidad.